Libros de Piedra: Soria, el pórtico de Santo Domingo
Santo
Tomé o Santo Domingo. Poco importa el nombre o la advocación, si tenemos
realmente en cuenta que hablamos de uno de los templos más importantes y
significativos del románico de Soria, cuando no del románico peninsular.
Declarada Monumento Histórico Artístico en junio de 1931, su portada principal,
orientada hacia occidente –no sería de extrañar, que muchos peregrinos que
llegaban a la capital soriana a través del denominado camino
castellano-aragonés, lo hicieran con la mente predispuesta no sólo en
aprovechar las lecciones relevantes de las diferentes escalas de su ruta, sino
también mirando con determinación hacia ese plus
ultra algo más alejado de Compostela, llamado Finis Terrae-, es otro de esos libros de piedra, monumental y de
una riqueza simbólica, que merece, cuando menos, una mención, breve o no, en
ésta espero que interesante biblioteca –entiéndase de una manera poética y
comparativa-, de inconmensurables incunables medievales que todavía resisten,
enconadamente, los embites del tiempo y de los hombres. Su génesis, prólogo o capitular
árbol de Jesé –que todo libro que se
precie, tiene también su divina genealogía-, está ligado a singulares
personajes que por realengo y representatividad se aseguraron convenientemente
un lugar destacado en los índices o separatas de la Historia, teniendo sus autores
–cuyos huesos reposan en cripta anónima, posiblemente a más profundidad y a
salvo que los del pobre Cervantes, recientemente profanados-, un origen
extra-pirenaico y poitevino, que
permite compararlo con aquél otro enciclopédico libro situado en Poitiers, -cincelado
con el escoplo de la lengua materna de Moliére-, dedicado a la figura de
Nuestra Señora. Nada más oportuno, pues, que comenzar a desglosar capítulos, disertando
sobre la Gran Dama, por cuanto que en
la iconografía de nuestro templo se localiza una de las escasísimas rarezas –la Trinidad Paternitas de su tímpano- que
ya debería indicarnos hasta qué punto fue importante su figura, introduciendo
al lector, de paso y por añadidura, en un genuino thriller de misterio paulino, suplantación de personalidad –malleus malleficarum- y especulación
difícil de superar. A eso habría que añadir ese aspecto poco conocido también,
pero presente en el simbolismo de algunos rosetones, que alude, por su forma
inequívoca de rueda, a otro personaje muy determinado al que en ocasiones se
representa con una bifrontalidad
januinamente familiar –perdón por la licencia ortográfica-: la Diosa
Fortuna, y que en este caso, tiene una gran similitud con el rosetón que corona
la iglesia del cercano monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, cuyos
monjes fundadores, escindidos de Cluny, provenían, así mismo, del antiguo reino
franco del alabado Carlomagno. No es de extrañar, por tanto, que en los siglos
posteriores, el ojo crítico de muchos estudiosos del Arte, como Blas Taracena,
considerasen a esta portada como la más
rica y armónica de las iglesias románicas de España. Opinión
compartida, además, por José Antonio Gaya Nuño, quien nos la hizo llegar
también por boca de su entrañable e inmortal personaje, el santero de San
Saturio, aunque éste, sin duda más humilde pero indudablemente con un gusto
exquisito, prefiriera San Juan de Duero, que
no tiene capellán ni beatas, pero donde permanece el husmillo guerrero de los
caballeros hospitalarios. Éstos fueron, precisamente, los que
escoltaron a Leonor –hija de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania,
de quien obtuvo su ducado-, para sus esponsales en esta iglesia con Alfonso
VIII, y los que pasaron, en el transcurso de su viaje hacia la capital soriana,
por la encomienda que tenían en Hortezuela, pequeña población situada,
aproximadamente, a mitad de camino de dos importantes núcleos de población como
son El Burgo de Osma y Berlanga de Duero, y de la que en la actualidad apenas
queda una iglesia prácticamente remodelada de arriba abajo, sobre cuyo sencillo
pórtico principal aún se observa una cruz de ocho beatitudes que distinguía
–sin que ello constituyera un privilegio exclusivo- a la orden referida. Como
cruces montesinas o calatravesas –posteriores herederos de los templarios-,
quisieron los canteros que lucieran algunos guerreros en sus escudos, quizás con
la intención de resaltar ese importante capítulo que, después de todo, jugaron
las órdenes militares en otra Cruzada que poco tenía que envidiar, en realidad,
a la que se estaba desarrollando en Oriente, si exceptuamos, claro está, los
Santos Lugares: aquéllos ollados por el gran paradigma que ha supuesto siempre
la figura de Jesús.
Escenas
de ternura y de crueldad; de dolor, de fe, de esperanza y de caridad, los
capítulos distribuidos en esa figurada media luna que son las arquivoltas, dirigen
los ojos del espectador hacia misterios neotestamentarios, que se desarrollan, sine quanum, bajo la atenta sinfonía de
los veinticuatro Ancianos músicos, que confirman, con su presencia, ese sentido
peyorativo de revelación que conlleva siempre el término Apocalipsis. Desplegados, pues, como las alas del águila sanjuanera, la música que imaginariamente
surge de sus instrumentos nos traslada, como lectores privilegiados, por ese
fantástico universo de mitos representativos del mundo medieval, en el que el
baile lujurioso de Salomé sirve de colofón al degollamiento del Bautista,
producido algunos años después del episodio del Jordán y de que el Diablo
despertara en el temeroso corazón de Herodes latidos sangrientos que le
llevarían a ordenar la matanza de los inocentes, una vez burlado también por
tres Magos, en cuyo sueño se cuela un ángel de rondón -¿quizás Gabriel, el
mismo que acompañó al profeta Mahoma en su viaje escatológico o mi’ray, precursor, según algunas
fuentes, de la dantesca Divina Comedia?-,
para inducirles a continuar hacia el pesebre, punto de destino al que habría de
conducirles una estrella inteligente.
La Adoración, continuación y preludio, a la vez, que sugiere la integración en
la trama de la figura mesiánica por antonomasia: aquélla que, una vez depurada
en hombre, encarnaría a otra figura todavía más mística aún si cabe, como es la
del rey sagrado, cuyo holocausto, está predestinado desde el
alba de los tiempos a ser el cordero de Dios que limpia los pecados del mundo. Opus Nigrum. La Obra concluye. Por encima de ella, la Mano Creadora: la misma que ya figuraba en las subjetivas
mentalidades prehistóricas; el Velo inefable de lo Desconocido; la Mano de
Dios. Digno escenario para los Esponsales de un Rey.
Publicado en STEEMIT, el día 9 de enero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/libros-de-piedra-soria-el-portico-de-la-iglesia-de-santo-domingo
Además de la gratísima compañía de ese día, de todos, me quedo con el doble capitel cosmogónico ( ese segundo de tu foto y decimotercero de la exposición). Un sentido inigualable, que nos habla por sí solo.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo, Caminante. Que ya va tocando.
En efecto, Syr: ese capitel resulta de lo más significativo, aunque es una pena que su desgaste no nos permita apreciar, en toda su extensión, algo que de verdad me conmueve y que particularmente me dice mucho del cantero: su calculada preocupación por los detalles. Se aprecia sobre todo -acuérdate que hace años el Magister Alkaest tuvo ocasión de bien ilustrarnos- en el detalle de la Crucifixión, donde en pocos sitios verás a ese segundo individuo que le ofrece a Cristo en la agonía un trapo mojado en agua y vinagre. Es una obra colosal, sublime, que sería necesario escudriñar con lupa, precisamente por eso, por los DETALLES. Cierto, Maestro: deberíamos pensar dónde y cuándo nos espera ese brindis de anís del Mono. Un abrazo
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