Castillo de Castro Caldelas: Taus y marcas de cantería
A escasos kilómetros del
embarcadero de Abeleda y del monasterio venido a menos de San Paio , del que
se habló en parte en la entrada anterior, se levanta la hermosa villa de Castro
Caldelas. En ella, dominando el pueblo desde lo más alto de su casco histórico
–seguramente, en el mismo emplazamiento donde en tiempos se levantara, con toda
probabilidad un poblado o castro de origen celtíbero del que heredó el nombre-,
se vislumbran, también en parte remodeladas y convertidas sus dependencias
interiores en un pequeño parque temático, las antiguas murallas de su histórico
castillo. O mejor aún, empleando un término más acorde y apropiado a estas
tierras de leyenda, bruma y tradición: su Castelo.
Cedido en usufructo por la Casa
de Alba al Ayuntamiento en el año 1991 –pasó a manos de esta poderosa familia a
finales del siglo XVIII, cuando el entonces Conde de Lemos falleció sin tener
descendencia-, el Castelo de Castro Caldelas guarda en su longeva memoria
numerosos secretos que, aún no descifrados en su totalidad, hacen, no obstante
de él, uno de esos lugares especiales en los que la especulación puede llegar a
alcanzar, después de todo, cotas insuperables. De entrada, se puede decir, que
como tantas otras fortificaciones medievales de Galicia, sufrió la ira de las
revueltas irmandiñas que, acaecidas entre los años 1467 y 1469, tomaron
al asalto y derribaron la práctica totalidad de los castelos gallegos. De
hecho, una de la escasas fortalezas que no sucumbió a tan furiosos embites
populares, fue el peculiar Castelo de Pambre, situado en el concejo lucense de
Palas de Rei, a una treintena escasa de kilómetros de Melide y la frontera con
la provincia de A Coruña, en pleno Camino de Santiago. A tal respecto, y en
relación a Castro Caldelas, se cuenta que Don Pedro Álvarez Osorio, Primer
Conde de Lemos, obligó al pueblo a reconstruirlo, argumentando la célebre frase
de vosotros lo tirasteis y vosotros lo levantaréis.
Pero el Castelo, además de ser el
símbolo por antonomasia de una historia marcada por el feudalismo y la lucha a
muerte contra el invasor agareno, es también testigo mudo de otras historias
paralelas. Algunas de ellas, de carácter oculto, en parte esotérico,
protagonizada por cualificados e iniciados alarifes anónimos que dejaron
múltiples señales de su paso, grabadas, podría parecer que sin orden ni
concierto, en la sólida materia de sus elementales sillares. Desde luego, no es
la primera ni tampoco la última fortaleza, que demuestra que los canteros
medievales no sólo tenían los conocimientos necesarios para levantar con
absoluta precisión toda clase de templos, sino que también, siguiendo siempre
las reglas básicas de las sagradas proporciones y como pretenden observar
ciertos investigadores en base a sus formas, así como a la distribución y
orientación de sus torres, aplicar esos conocimientos a bastiones y fortalezas,
siendo quizás una de las más significativas que se conocen, la de Montségur
–donde no son pocos los que han llegado a la conclusión de que a la vez que
fortaleza, pudiera haber sido también un auténtico templo solar-, y la de
Ponferrada –en la que, así mismo, se pretende vislumbrar una distribución
astronómica, que haría excepcionalmente bueno el conocido aserto hermestino
de la igualdad entre lo de arriba y lo de abajo- que, como iremos viendo,
parece guardar una estrecha relación con este Castelo de Castro Caldelas.
Resulta difícil precisar, si
parte de estos conocimientos sagrados se aplicaron en la primitiva construcción
del Castelo; y tampoco está claro, si antes de la primera construcción
atribuida a Don Pedro Fernández de Castro, hubo una fortaleza anterior, donde
ejercieran una labor de vigilancia, protección y auxilio las órdenes militares,
cuya presencia en el lugar aseguran algunas fuentes, aunque sin precisar qué
orden en particular. Pero si observamos la exorbitante cantidad de marcas que
dejaron los canteros, tanto en los sillares exteriores como en el interior de
la fortaleza, obtendremos, dentro de lo que cabe, interesantes conclusiones.
Con la dificultad añadida de
determinar fehacientemente, en qué momento histórico se hicieron (1), y también
si todas ellas –aproximadamente el centenar- pertenecen al mismo periodo, se
puede afirmar que, en base a su forma y características, muchas de ellas no
difieren en absoluto de aquellas que se pueden encontrar en la mayoría de los
templos románicos de los siglos XII y XIII distribuidos a lo largo y ancho de
muchas provincias españolas. Algunas, además, resultan tremendamente
significativas; tal sería el caso, desde luego, de la denominada runa de la
vida o pata de oca –compárese también, si se prefiere, con la épsilon griega-,
símbolo representativo que se localiza, cuando menos, en la mayoría de los
principales edificios religiosos que jalonan el Camino de Santiago, y además,
parece ser que era uno de los símbolos específicos utilizados por los Jacques
o compagnons francos que no sólo dejaron su huella a una y otra parte de
los Pirineos, sino que también acompañaron a órdenes militares, como la del
Temple, durante buena parte de su aventura existencial en Occidente.
A este respecto, sería
interesante precisar, que algunas de ellas son idénticas a las que se
localizaron en el castillo de Ponferrada, León (2), reino donde la Orden del
Temple estuvo muy asentada, dominando prácticamente la totalidad del Bierzo y
los Ancares –auténticas puertas de entrada a Galicia-, desde fortalezas como
Cornatel, Sarracin, Corullón, Pieros o Balboa, entre otras, las cuales pasaron
a la Corona y a la nobleza después de su disolución. En alusión a esto último,
se podría determinar que tanto las Taus como los escudos nobiliarios que se
localizan en ambos lugares, pertenezcan a las mismas familias: los Castro, los
Enríquez y los Osorio. Tres grandes familias, emparentadas con la realeza y
entre sí, bien por línea consanguínea o a través de convenientes uniones
matrimoniales. Y las tres, o al menos más directamente alguna de ellas, con
miembros que pertenecieron a alguna orden militar, como el infante Fadrique de
Castilla, de la rama de los Enríquez y emparentados a la vez con los Hurtado de
Mendoza, que fue XXVII Maestre de la Orden de Santiago; o alguno de los Osorio,
que vistió el hábito de la Orden de Montesa –heredera también del Temple-, sin
olvidar, por ejemplo, a Doña Inés de Castro (3), que fuera esposa del Infante
Don Felipe, hijo de Fernando III el Santo y hermano de Alfonso X el Sabio, que
mantuviera una estrecha relación con la Orden del Temple, siendo enterrado,
como así demuestra su magnífico sepulcro, en la iglesia de Santa María la
Blanca, en la que fuera encomienda de dicha Orden en Villalcázar de Sirga,
provincia de Palencia.
Idénticas en forma y factura a las del castillo de Ponferrada, las numerosas Taus que se localizan también aquí, en este Castelo de Castro Caldelas, suelen ser consideradas, por la mayoría de los investigadores, como un símbolo de protección adoptado por la familia de los Castro. Aunque quizás, después de todo, y teniendo en cuenta su origen en la villa burgalesa de Castrojeriz, tengan algún tipo de relación más estrecha precisamente con la Orden que lucía ese tipo de cruz de mantos, los antonianos, que tenían establecida allí, en pleno Camino de Santiago, como se sabe, una de sus principales encomiendas: el convento de San Antón.
(1) A este respecto, se podría afirmar que, dentro de las características del periodo románico, las marcas dejadas en los sillares por los canteros se distinguían, entre otras características, por ser más pequeñas, estar profundamente grabadas y en muchos casos, constituir auténticos criptogramas. A partir del gótico, siglo XIII en adelante, las marcas, después de todo, se puede decir que evolucionan, y aun con excepciones, suelen caracterizarse por ser menos profundas, sin duda más grandes e incluso más lineales y geométricas.
(2) Según la relación que nos proporciona José María Luengo y Martínez, en su extraordinario trabajo 'El castillo de Ponferrada y los templarios', Editorial Nebrija, León, 1980, página 135.
(3) El origen de los Castro se supone en la villa de Castrojeriz, donde los antonianos tuvieron una importante encomienda -actualmente, las ruinas del convento de San Antón- y donde no se descarta la presencia del Temple, siendo destacables los templos de San Juan -con la pentalfa, signo representativo, en otros significados, de Nuestra Señora- y de la Virgen del Manzano -objeto simbólico de interesantes connotaciones, que se localiza, cuando menos, en otras dos importantes Vírgenes de connotaciones negras: Santa María la Real de O Cebreiro y la madrileña Virgen de Atocha-. No obstante, la familia Castro estuvo profundamente arraigada en Galicia, sobre todo en el condado de Lemos. Su escudo, que consistía en seis roeles de azur dispuestos en dos palos, se localiza con mucha frecuencia, sobre todo en provincias como Lugo y Orense; en ésta última, podría destacarse la villa de Allariz. Y no olvidemos, que a media docena de kilómetros, está un enclave particularmente especial: Santa Mariña de Augas Santas. Este escudo, se fue complementando con otros, como los lobos -interesante símbolo, también asociado con ciertos gremios canteriles medievales, animal 'convertido' en perro acompañante de santos mistéricos del Camino, como San Roque- que lucía en sus escudos la familia Osorio. Los Osorio constituían un linaje originario del reino de León y eran descendientes de los reyes castellano-leoneses, en particular de los Enríquez, Almirantes de Castilla, teniendo su origen, al parecer, en el infante Don Fadrique, hijo de Alfonso XI, muerto por orden de su hermano el rey Pedro I (llamado el Cruel) por haber intervenido en conjuras y luchas intestinas. Como se ha dicho anteriormente, su escudo consistía en dos lobos, una encima del otro, en campo de oro. Doña Inés de Castro, fue enterrada, tal y como pedía en su testamento, en el monasterio de San Felices de Amaya, cercano a Burgos, aunque durante mucho tiempo se mantuvo el error de creerla enterrada en Villalcázar de Sirga, al lado del que fuera su marido, el infante Don Felipe, hermano de Alfonso X el Sabio.
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