Otros petroglifos de Amoedo
'Si
me armonizo con el objeto que me inflama y me arrebata, la culpa es de quien me
creó para el fuego'.
(Miguel
Ángel Buonarroti)
Reconozco que últimamente se está
convirtiendo, espero que no en un abuso, pero sí en una costumbre que amenaza
con transformarse, per secula seculorum,
en tradición y que durante los últimos veranos vengo poniendo en práctica -y
dejemos aparte la manida cuestión de que nobleza obliga, que tanto de una como
de otra no me cabe duda de que vamos todos sobrados-, la de levantarme antes
del canto del gallo, coger carretera y manta y en cuestión de algunas horas
-que realmente tampoco hay prisa, y de maravillas como excusa el camino anda también
afortunadamente sobrado-, plantarme en el pueblecito pontevedrés de As
Xunqueiras, perteneciente al Concejo de Pazos de Borbén y tal y como
antiguamente acostumbraban a hacer los curillas de pueblo, dejarme caer en casa
de los amigos –Fernando, naturalmente el genuino, el de Pedro y por supuesto
Ana, de los Méndez del Bierzo, que ya de púber sentía la fascinante atracción
del extraño Camino de Santiago,
dejándose llevar por la magia de O Cebreiro-, ocasional y oportunamente a la
hora de comer.
Evidentemente, hacer un viaje tan
largo, conlleva, sine quanum, la
intención de quedarse unos días e instalarse plácidamente en esa pequeña geografía sagrada, que metafóricamente
hablando, no deja de ser la habitación de huéspedes, donde uno se recoge
cenobíticamente con posterioridad a una intensa jornada. Después, por lo
general, y salvo que el canto ininterrumpido de la lluvia lo impida, el viajero
impenitente, figurada reencarnación de ese Ulises que siempre camina con él,
diseña odiseas por el intrínseco laberinto territorial, a la búsqueda y captura
de unas claves, que le permitan acercarse un poco más a ese centro primordial, al que remite siempre
la Antigua Tradición.
Y suele ocurrir, que como complemento a búsquedas anteriores, el primer
día, sin alejarse mucho de esa costa ficticia que es la casa, la nave recale en
puertos conocidos, donde, por paradójico que resulte decirlo, siempre hay algo
nuevo por descubrir. Es el caso –y aquí entro ya en materia-, de Amoedo y sus petroglifos. Amoedo, pueblecito situado a pie mismo de esa carretera
general, que aproximadamente doce kilómetros más adelante desemboca en la
peregrina y costera población de Redondela, resulta, a la postre, un auténtico
vivero de petroglifos, que sin las oportunas menciones promocionales, ni contar,
tampoco, con un centro orientativo o de interpretación como hay en otros
lugares –citaremos a Tourón o a Campo Lameiro, por poner un ejemplo, sin
olvidar a Mogor, aunque éste, al menos el año pasado, todavía no se había
estrenado-, suele pasar bastante desapercibido para turistas y peregrinos,
independientemente de que durante los periodos de estío y generalmente de noche
–porque, créase o no, parece ser que por la noche y a la luz de la luna se
aprecian mejor, lo mismo que cuando están mojados-, algunos encuentros
programados cuenten con la presencia de profesionales –arqueólogos,
generalmente-, encargados de confiar algunos secretos, a un público por lo general movido exclusivamente por la
curiosidad.
Pues bien, antes de llegar a la gasolinera -que sirve como referencia,
pues nada más pasarla, a mano derecha hay un caminillo rural que conduce hacia
el grueso de petroglifos, que sí están convenientemente señalizados-, se
encuentra un desvío hacia la izquierda que indica, entre otras, la dirección de
TV Galega. Algunos metros más adelante, llegando a la última casa de la
derecha, bordeándola, parte un sendero arbolado en sus primeros tramos, el cual
unos metros más adelante desemboca en un formidable claro, donde la exuberante arboleda
que debió de tener antaño, se ha visto manipulada por la mano del hombre,
habiéndose ganado el terreno para pastos y tierras de labor. Prácticamente
desnudo, pues, de árboles, el terreno se caracteriza por una notable conjunción
de rocas, en algunos casos parcialmente invadidas por hongos y musguillos, pero
con el denominador común de que parecen brotar de un manto herbáceo que lleva
el apellido celta en el adn de su clorofila. Y aquí encontramos el quiz de la cuestión, porque de toda
esa cantidad de formaciones rocosas, tan sólo conserva un bloque ilustrado,
como testimonio cultural y cultual, el lenguaje del silencio, que en forma de
petroglifos, nos legaron incógnitas generaciones pretéritas. Pero aun así,
resulta suficiente para sacar alguna interesante conclusión, porque, además de
los típicos grafismos comunes a estos retazos de protohistoria, con la
inclusión de un elemento destacado, como es el jinete que se aprecia –que puede
señalarnos algunas cosas, como por ejemplo, el periodo aproximado en el que la
doma del caballo ya era un hecho o incluso, indicarnos alguna de las múltiples
invasiones que se produjeron-, los
extremos de la roca, cortado con precisión, indican, además –como comentaba
Ana-, la utilización como cantera desde tiempos indeterminados a la actualidad.
Se conseguía partir la roca de una forma tan certera, con un método
rudimentario pero tremendamente eficaz: la inclusión de estacas entre las
grietas, que al ser mojadas y dilatar, conseguía tan oportuno efecto. Dicho
esto, sería poco menos que imposible decir cuántos bloques repletos de
petroglifos no fueron despiazados y reutilizados en casas y cercados vecinos.
Esto, obviamente, nos deja la conclusión de que, de la misma manera que siempre
han existido personas que han utilizado el papel y los libros como carburante,
sin obviar, por supuesto, su nula disposición a valorar y respetar opiniones
contrarias a sus propias creencias, también la
piedra ilustrada ha visto tristemente amputadas unas concepciones
protohistóricas, que utilizando el más puro de los lenguajes, el lenguaje
simbólico, deberían de atraer no sólo el respeto, sino además, la atención de
todo hermeneuta o aspirante a serlo, que debería incluirlos, con todo
merecimiento, en un capítulo totalmente abierto, de ese costoso e inagotable
volumen enciclopédico, que conforma la historia de las religiones.
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