Cuevas, dólmenes, menhires, iglesias y catedrales: simplemente, una reflexión

'La soledad de aquél templo me concede una extraña paz, y con el tiempo he llegado a entender que para encontrar la verdad de la historia es necesario buscar en las sombras'...(1).

El hombre siempre ha tenido alma de cantero; su subconsciente, quizá celoso de la mano creadora de la Divinidad, le ha empujado siempre, de alguna manera, a moldear ese gran abismo del que procede, buscando sin cesar esa Luz al final del Túnel.

Las colinas, con su forma de cúpula, son aprovechadas no solo para contener castros o fortalezas, sino también para albergar túmulos funerarios, como una premonición natural de esas cúpulas románicas, exponentes, milenios más tarde, de belleza y complejidad técnica.


Las catedrales, vástagos incondicionales de la magia gótica, abandonan las sombras del románico, para elevar sus agujas hacia el infinito. Pero en sus criptas, aún mantienen, celosamente protegidas, las eternas raíces que las unen a la tierra. Quizás no sea casual, que estuvieran casi todas dedicadas a la figura de Nuestra Señora, de igual modo que en lo más profundo y sagrado de los santuarios prehistóricos el hombre, llamado ingenuamente primitivo, plasmara referencias inequívocas a la Gran Diosa Madre. Referencias que fueron igualmente trasladadas a la decoración interior de las cámaras de los dólmenes, y de éstas, aguardando el salto evolutivo, a los ábsides y las cúpulas de ermitas e iglesias.
En definitiva: nada nuevo bajo el Sol y la Luna, y sin embargo, continuamos adoleciéndonos de un desconocimiento total.


(1) Paloma Sánchez-Garnica: 'El alma de las piedras', Editorial Planeta, S.A., 1ª edición, junio de 2010, página 626.

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