domingo, 10 de diciembre de 2017

Marcas de cantería en el castillo de Maceda



Situado también en la provincia de Orense, a no mucha distancia de Castro Caldelas, y desde luego, en las proximidades de esa fascinante Rovoyra Sacrata, el castillo de Maceda nos ofrece así mismo, cincelados con precisión en la dureza de sus sillares exteriores, algunas marcas de cantero que, aunque en número considerablemente inferior a las del Castelo de Castro Caldelas, no dejan de ser relevantes, e incluso, en base a la forma de alguna de ellas, sugerir la posibilidad de interesantes especulaciones. No obstante, antes de introducirnos, siquiera sea de modo superficial pero espero que ilustrativo en los pormenores de su historia, quizás no estuviese de más añadir que, en el fondo, este castillo –que ronda, en realidad, la categoría de palacio residencial- constituye otro de los numerosos puntos destacables de una ruta muy especial, en la que el viajero curioso, partiendo de Allariz, encontrará suficientes atractivos y misterios, hasta llegar a la población de Maceda y su confluencia con la carretera general de Orense, donde se sale a la altura de Leboreiro y Vilariño Frío, algunos kilómetros por encima de Esgos, localidad de donde parte la ruta hacia uno de los lugares más sobrecogedores y apasionantes, como es el monasterio excavado en la piedra de San Pedro de Rocas.

Por otra parte, tenemos en Allariz una ciudad desde luego interesante; y no sólo porque en su entorno se produjera, allá por el siglo XIX, el único caso documentado de licantropía de España y quizás, por dicho motivo, conserve, en el nombre de alguna de sus calles –como el de Lobariñas- referencias al arcano mito que ha alimentado una buena parte de las creencias populares, desde, Licaón, el mitológico rey de Arcadia, sino porque aún conserva numerosos vestigios de interés, relacionados con esa fascinante Edad Media que tanto nos interesa, y que hicieron de ella una de las villas más prósperas no sólo de la provincia orensana en particular, sino de Galicia y de los reinos cristianos de la época en general. Una ciudad, que todavía conserva muy vivas sus tradiciones ancestrales, las cuales, a pesar de situarse en la única provincia gallega que no tiene una frontera natural con el mar, rinde un culto inusitado a las aguas, posiblemente con idéntica o mayor devoción que las otras, detalle que cuando menos, resulta chocante. De ello, queda constancia no sólo en sus fuentes, donde todavía se recuerda a las figuras míticas de las donas d’aigua o las ninfas de las antiguas mitologías celtas –las tradicionales xanas astur-leonesas-; en los ninfeos, como el que existió en el lugar en el que se levantó posteriormente la iglesia prerrománica de Santa Eufemia de Ambía, sino también en lugares cercanos, convenientemente sacralizados también, donde se venera una figura eminentemente mistérica y simbólica, cuya presencia ya se comienza a advertir en algunos pueblos fronterizos de la provincia de Zamora, como puede ser Sejas de Sanabria: Santa Marina; o, como se diría por estos lares, Santa Mariña.
Ahora bien, y dentro del tema que nos ocupa, los constructores medievales dejaron para la posteridad, insuperables edificaciones, no exentas de simbolismo, quizás siguiendo las mismas huellas que dejaron las civilizaciones megalíticas que pasaron por allí y que grabaron símbolos fundamentales sobre la roca, como harían ellos después -uno de los casos más interesantes y cercanos, sería el petroglifo de Bouzas, sobre cuya piedra se elevó un crucero con un Cristo crucificado y un ángel de rodillas, recogiendo la sangre de sus heridas en una copa o grial-, utilizándolos en templos como la Colegiata de Santa María, en Xunqueira de Ambía; la iglesia de Santa Mariña de Augas Santas, que guarda un extraordinario parecido con la anterior y también en estructuras de índole defensiva y civil, como serían los restos de las antiguas murallas que cercaban la villa de Allariz, algunos de cuyos restos, repletos de marcas de cantero, pueden verse todavía unos metros más adelante de la iglesia de San Pedro.



Fechado en el siglo XI, el castillo de Maceda, considerado en realidad un palacio residencial más que un reducto defensivo al uso, conlleva el reconocimiento general de ser considerado como uno de los edificios civiles más importantes de la Edad Media gallega, siendo creencia generalizada también, que sus muros interiores son los más gruesos de Europa. Amparado en la declaración de Monumento Histórico-Artistico, en la actualidad ha sido reconvertido en Hotel Residencia, detalle que no deja de ser paradójico de algún modo, pues ya desde su temprana edad acogió a ilustres residentes. Tal sería el caso de Alfonso X el Sabio, que residió en él hasta la edad aproximada de once años. Pero sin duda, interesará saber que entre sus propietarios estuvo uno de los más altos representantes de la nobleza gallega del siglo XII, Pedro Froilaz, Conde de Traba, que lo cedió como dote a su hija, Doña María Fernández cuando se unió en matrimonio con Don Juan Ares de Novoa, de Rivadavia, surgiendo de este enlace la rama de los Novoa, cuyo escudo heráldico todavía se conserva entre los muros del castillo. Y no deja de ser curioso, así mismo, que sea precisamente este ilustre personaje, Pedro Froilaz, quien se encargue de la crianza del futuro rey, Alfonso VII, coronándole, junto al arzobispo Gelmírez, en la catedral de Santiago. Es importante retener este dato porque, si tomamos en consideración las interesantes aportaciones realizadas por Carlos Pereira Martínez en su documentada obra ‘Los templarios. Artículos y ensayos’ (1), veremos que se baraja la hipótesis de que fue precisamente por mediación de Fernando Pérez, hijo de Pedro Froilaz, como se estableció la Orden del Temple en tierras coruñesas, aunque en referencia a su importante Bailía de Faro, existan numerosas discrepancias entre los historiadores a la hora de situar su verdadera localización, llegándose a barajar, entre las numerosas hipótesis, las inmediaciones de la Torre de Hércules. Pero aún hay más, porque, casualmente, se repite el caso de que también este Fernando Pérez, tal y como su padre hizo en el pasado, se encargó, a su vez, de la crianza de otro futuro soberano y sucesor de Alfonso VII: su hijo Fernando II. Un rey que, como se sabe, fue posiblemente de los más generosos con los templarios; o mejor dicho, con los domun templariorum militum o milites de Iherusalem, como figuran en algunos documentos de la época, incluido aquél otro documento de donación, que se conserva en el Archivo Histórico de Oviedo, por el que éste y su hermana Doña Urraca, a la sazón reina de Asturias, ceden a unos misteriosos fratres el territorio comprendido entre la Meseta y la cumbre del Monsacro asturiano.
Si bien con los personajes se pueden hilvanar conclusiones interesantes que puedan o no tener relación con el tema de la presente entrada, al menos, observando con especial atención una de las marcas que se repite varias veces en los sillares exteriores de este castillo de Maceda, sí se podría afirmar, que posiblemente alguno de los canteros itinerantes o quizás alguno de los gremios que intervino aquí, lo hizo también en algún lugar muy peculiar de la propia capital orensana: su catedral. La marca de referencia, no es otra que aquélla que reproduce uno de los símbolos más universales que se conocen: el símbolo del infinito. Y si ya en esta preciosa obra magna de piedra y espíritu, queda constatada la presencia, si no del propio Maestro Mateo, al menos sí de su escuela, no ya viendo sólo dos de sus portadas exteriores, sino, por el contrario esa auténtica maravilla, que seguramente por no rivalizar con Compostela, aquí no fue Puerta de la Gloria pero sí Puerta del Paraíso, cabría especular, si después de todo, parte de este lugar no habría que apuntarlo también en el haber del referido Maestro o, por defecto, en el de su Escuela.


(1) Carlos Pereira Martínez: 'Los templarios. Artículos y ensayos', Editorial Toxosoutos, Serie Trívium, 1ª edición, Noya, junio de 2002.

Publicado también en Steemit, domingo 10 de diciembre de 2017, en el siguiente enlace:

https://steemit.com/spanish/@juancar347/marcas-de-canteria-en-el-castillo-de-maceda

lunes, 30 de enero de 2017

Cuando el Arte nos recuerda la genialidad de los maestros canteros


Aquél que fuera no sólo su prior, sino también un gran erudito y como tal, sospechoso de herejía para la retrógrada Inquisición, el padre José de Sigüenza, asociaba el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, no precisamente con esa maravilla de la Antigüedad definitivamente perdida, que fuera el famoso Templo de Salomón –en cuyas ruinosas caballerizas, sostiene la tradición que los primeros caballeros templarios emprendieron misteriosas excavaciones en busca de unos objetos, el Santo Grial y el Arca de la Alianza, por los que el más católico de los reyes, Felipe II, hubiera dado hasta la última gota de su sangre-, sino con aquél otro objeto, no menos misterioso y también de proporciones perfectas, puesto que, como las Tablas de la Ley, las medidas fueron proporcionadas igualmente por Dios, el cual, descrito con todo detalle en el Génesis, ha pasado a la posteridad con el nombre de Arca de Noé. La idea se basaba, naturalmente, también en un sentido de preservación: el de un arte, pretendidamente ortodoxo y por lo tanto, supuestamente católico, que en los tiempos de este monarca corría el peligro de desaparecer en las hogueras levantadas por los reformistas –para otros, iconoclastas-, entre los que cabría destacar las figuras de Lutero, Calvino y Zwinglio que, dicho sea de paso, contribuyeron en gran medida a amargarle los últimos días de su vida a un rey del que se dice, se comenta, se rumorea que expiró sin dejar de mirar aquél supuesto ojo de Dios, que figura en la maravillosa obra de El Bosco –pintor por el que Felipe II sentía una predilección especial-,  llamada La mesa de los pecados capitales, que, colocada a petición propia frente a su lecho de muerte, está expuesta hoy en día en el Museo del Prado de Madrid.

Tal vez no fuera precisamente ese el propósito que animaba en la mente y en los corazones de los maestros canteros que levantaron las grandes catedrales, antes, durante y después del reinado de Felipe II, pero no cabe duda de que en la actualidad, perdido gran parte de su primigenio y original estado de gracia, constituyen precisamente eso: verdaderas arcas depositarias de auténticas colecciones de Arte, no obstante conservando los autores, en una excesiva y deprimente mayoría de los casos, un anonimato que invita, sin embargo, en algunos casos, a inmiscuirse y ejercer el derecho a especular. No especulaba Unamuno, ni mucho menos, cuando llamaba la atención sobre el misterio que ejercía, tal cual y al menos sobre él, una de las catedrales más singulares y a la vez, difíciles de analizar en su conjunto, sobre todo para el profano; aquélla que, atacado su corazón por esa piedra singular, constituida de la misma materia berroqueña o sanguina, quizás, que la flecha del ángel que atravesó metafóricamente el místico órgano vital de Santa Teresa: la de San Salvador de Ávila. Dejando aparte, pues, los numerosos enigmas históricos añadidos a lo que es en sí la presente y fascinante catedral avulense, inicialmente atribuida a un oscuro arquitecto de origen franco y nombre Fruchel –bueno será recordar, que el excelente cenotafio de los Santos Mártires que se puede admirar en la vecina basílica de San Vicente, también se le atribuye a él o a alguien de su escuela o taller-, el amante del Arte en general, no dejará de admirarse con la asombrosa colección que se custodia en varias de sus salas, donde no faltan exquisiteces como la Magdalena de Claudio Coello, la Santa Ana Trina de Sansón Florentino, los Ecce Homo de Luis de Morales y Francisco de Llanos –este último, copia de Leonardo da Vinci-, el Calvario de Pedro de Salamanca –bastante activo en Ávila y provincia, del que existen numerosas reseñas en la vecina Arévalo-, o algunas atribuciones a las denominadas Escuelas de Ribera, de Rafael, de Murillo y de Tiziano, artista éste que, por cierto, junto con El Bosco, acaparaba la predilección de Felipe II. 

Pero la mayoría de las obras, sobre todo aquellas que, en principio por su elegancia y vistosidad conforman parte de esa grandiosidad flamenca, cuyos maestros dominaron el arte del retablo durante los siglos XV y XVI, siendo España un importante mercado son, por desgracia y en su práctica totalidad, completamente anónimos. De entre ellos, cabe destacar un hermoso óleo sobre tabla, del siglo XV que, intitulado Construcción del templo, se le atribuye –lo cual, viene a dejarnos prácticamente como estábamos-, al denominado Maestro de Ávila. Un Maestro evidentemente activo en la provincia y que, posiblemente emulando ese aire de misterio y anonimato que solía caracterizar también a los argonautas de la piedra, nos describe, y a la vez nos ofrece una lección práctica, con profusión de detalles que hay que ir examinando cuidadosamente, la goecia o los ritos que acompañaban la siempre sagrada misión de elevar un templo: la consagración del lugar, que generalmente tenía relación con la onomástica del santo titular, la utilización de los diferentes elementos –la maza, el compás, la plomada-, la orientación y la forma en cruz de la planta. Pero aquí, si observamos precisamente esa planta y la forma de esa cruz, tendremos que hacernos, necesariamente, una pregunta trascendental: ¿la forma de Ank, Cruz Ansata o Cruz egipcia de la Vida obedece a una intencionalidad determinada o simplemente no hemos de buscar ningún misterio, pensando que se trata de una casualidad que obedece a una sencilla cuestión de perspectiva?.


martes, 15 de marzo de 2016

Marcas de cantería en San Isidoro de León


'¡Qué desesperación sería un mundo sin anomalías!'.
[C.G. Jung]

Tal y como se sugería en la entrada anterior, dedicada a las marcas de cantería que se localizan principalmente en el ábside del venerable y semi-arruinado monasterio asturiano de San Salvador de Cornellana, también en éste singular cenobio leonés, cuyo Panteón Real constituye, con todo merecimiento y gloria, el calificativo de pequeña Capilla Sixtina del románico español, las numerosas marcas de cantería contenidas, tanto en los sillares exteriores -donde prevalece la ballesta- como en los sillares del interior de la iglesia, invitan, desde luego, a la especulación. Así mismo, como en el caso de Cornellana -cuando no, además de algunos otros lugares significativos, dentro o fuera de los denominados Caminos de Santiago-, también aquí se detecta la presencia de cierta marca que, aparentemente en solitario, sugiere, no obstante, un pequeño enigma. Resulta evidente, que algunas de las marcas más abundantes, cuyos trazos cuneiformes -apreciación que se hace por comparación-, resultan similares a aquellas otras que se localizan en lugares más o menos próximos, como las no menos venerables ruinas de lo que fue uno de los monasterios más importantes situados en el denominado Camino o Vía de la Plata a su paso por Zamora: Santa María de Moreruela. Pero la marca a la que se hace referencia, similar a un ojo, induce a pensar en un cantero itinerante, anónimo por supuesto, que a juzgar por las similitudes de su, digamos firma, debió de ser probablemente contemporáneo del Maestro Mateo o de su escuela, dejando su impronta en el interior de la propia catedral de Santiago de Compostela y en algunos otros interesantes lugares de Galicia, como sería el templo dedicado a la figura de San Pedro, en el pueblo orensano de A Mezquita, situado a escasa distancia de la Autovía de la Plata, en una diagonal donde también se localizan excelentes reminiscencias histórico-artísticas, como el monasterio de Melón o la propia ciudad de Ribadabia, con su judería y dos importantes templos, dedicados a las figuras de San Juan y Santiago, el primero de ellos, perteneciente a la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén.


martes, 19 de enero de 2016

El Sello de Salomón de la catedral de León


Posiblemente la historia y relevancia de una ciudad como León hubiera cambiado, si en el año 1168, el rey Fernando II no hubiera decretado un desvío en la Ruta Jacobea original, obligando a los peregrinos a pasar por uno de los cenobios más significativos e importantes del románico peninsular: San Isidoro. El cenobio de San Isidoro de León –cuyo hospital fue denominado, en los siglos XIV y XV, como de San Froilán (curioso fundador de monasterios, cuya tradición hace acompañar, como portador del Conocimiento, al lobo que se comió a su asno)-, siendo atendido por canónigos y canónigas regulares de San Agustín, todavía conserva, prácticamente intacto, el denominado Panteón de los Reyes, la brillantez de cuyas pinturas, hacen que se considere, con todo merecimiento, como la Capilla Sixtina del románico español. Pero antes de acceder a San Isidoro, con su inconmensurable riqueza arquetípica –al menos la que resta, donde impresiona y atrae a la especulación, entre otros detalles, obviamente, el fantástico Zodíaco labrado en su portada principal-, visitantes y peregrinos tenían ocasión de visitar otra fuente de belleza y sabiduría monumental: la Pulchra Leonina; es decir, la catedral dedicada a la figura de Santa María. Si, como hemos dicho, San Isidoro de León es un complejo entramado de arquetipos, la catedral, metafóricamente hablando, podría considerarse como una fábrica de elementos oníricos, a microcósmica escala, donde aquéllos brotan como la espuma de las olas en multitud de detalles. Uno de tales detalles, situado, por lo general, lejos de los magnéticos focos de atención que atraen generalmente todas las miradas –como serían, las portadas o esas irrepetibles vidrieras originales-, estaría situado por encima del magnífico mandala-rosetón que se aprecia en la portada sur. Allí, culminando ésta leonina genialidad, que como se sabe, tuvo varias fases de construcción en diferentes periodos, un ornamento volátil constituye el eje principal de un diseño, prácticamente novedoso y cuya observación pasa poco menos que desapercibida, que muestra uno de los principales símbolos de la religión judía: el Sello de Salomón. En efecto, sirviendo los ángulos de los dos triángulos superpuestos –la consumación de los opuestos, la unión del Cielo y la Tierra, o todo el simbolismo que acompaña a las consideraciones sobre los triángulos de Filón de Alejandría- como base para un diseño floricular, el anónimo cantero no sólo consiguió que éste semejara una flor desplegándose hacia el cielo –tal vez, un lirio o una rosa, ambos vinculados con la figura mariana de Nuestra Señora-, sino que, además, supo camuflar, con genial maestría, otro de los símbolos más antiguos y representativos de dicha religión: el candelabro de siete brazos, también conocido como Menorah, cuyo principal exponente se encontraba en Jerusalén, en el Templo de Salomón, junto con otros grandes tesoros, cuando menos hasta el año 70 d. C., momento en el que las legiones romanas sofocaron la rebelión judía, destruyendo buena parte de la ciudad, así como el Templo, llevándose todo su contenido como botín a Roma. En esta ciudad, todavía se conserva un grabado de dicho saqueo con la imagen de la Menorah sustraída del Templo de Salomón, en el llamado Arco de Tito.


martes, 10 de noviembre de 2015

Marcas de cantería en el Monasterio de San Salvador de Cornellana


No se trata, exclusivamente, de mostrar solamente las interesantes marcas de cantería que se localizan, principalmente, en el ábside de este peculiar monasterio, el de San Salvador de Cornellana, tan estrechamente ligado a los antiguos caminos de peregrinación del Principado de Asturias –incluidos aquéllos denominados como Ruta de los Salvadores-, sino también, de aprovechar la ocasión para aportar un pequeño grano de arena y a la vez elevar la voz, siquiera en tono de súplica, para que los organismos oficiales pertinentes remitan los medios adecuados y no permitan que este importantísimo conjunto histórico-monumental termine desapareciendo, corriendo la misma y triste suerte que la inmensa mayoría de monasterios –cerca de cien, según algunas fuentes-, que se calcula hubo antiguamente en ésta cuna de la Reconquista, que es ese paraíso natural llamado Asturias.

Si bien es cierto, que en la actualidad, la Constructora San José está realizando trabajos de rehabilitación –entre otros lugares de interés artístico, ésta misma constructora acometió los trabajos de restauración del Palacio de Santoña, que fuera la antigua Sede que la Cámara Oficial de Comercio, Industria y Servicios de Madrid tenía en la céntrica calle de las Huertas, perteneciente al emblemático Barrio de las Letras-, éstos, al parecer, sólo se reducen a la adecuación de los tejados, obviando el interior de una iglesia que amenaza ruina, hasta tal punto que, como pudo comprobar un servidor a finales del pasado mes de agosto, no se permite visitar el claustro –no el original, sino uno barroco de dos plantas, levantado en el siglo XVI-, por el peligro real que supone para la integridad física de las personas la amenaza de desprendimiento.

Fundado en el año 1024 por la infanta Cristina, hija de Bermudo II, rey de León, no tardó en pasar a depender de la Orden de Cluny, o monjes negros que, recordemos, fueron de los primeros en establecerse en puntos estratégicos situados tanto dentro como en las proximidades de los principales caminos de peregrinación. Posiblemente de esa época, siglo XII, sean las numerosas marcas que los canteros dejaron en los sillares, tanto del ábside principal como de los absidiolos secundarios, la mayoría de ellas sobradamente familiares y fácilmente observables –tanto en conjunto, como por separado: la a o alfa mayúscula con forma de compás, la w con forma de omega, la ballesta, algo parecido a una f mayúscula que podría describir algún tramo de la nave, etc- en otros lugares de similar época y condición. Pero también es cierto que, como suele ocurrir en numerosos casos, la persona observadora descubra alguna marca curiosa que, solitaria y ajena al conjunto, le llame especialmente la atención. Y eso, a fin de cuentas, forma parte, a la vez, de los numerosos y fascinantes enigmas que contiene este admirable lugar, donde, para abrir boca a futuros investigadores y curiosos, se localiza, además, una rareza de singular simbolismo, de la que se hablará en otro momento: la famosa osa amamantando a una niña, que no sólo figura en una portada lateral, sino que también forma parte del simbolismo integrado en el escudo del propio monasterio. Notable, así mismo, es el simbolismo de las pinturas que decoran –con mayor o menor grado de deterioro- las bóvedas laterales, entre las que se advierte, pintada en negro, una cruz de Malta o de ocho beatitudes, así como una curiosa cruz-crismón, que a la vez, remite a otro de los grandes arquetipos de la Historia de la Humanidad: la rueda.

En fin, que aun de una manera escueta y somera, no cabe duda de que cualquier esfuerzo por conservar una riqueza patrimonial como la que se observa en este monasterio de San Salvador, ha de suponer siempre más que un esfuerzo, una auténtica obligación.




lunes, 26 de octubre de 2015

Nuevos estilos, viejos mitos: la iglesia de San Pablo y el Colegio de San Gregorio de Valladolid


‘El trabajo en el mito, es como excavar en una roca e ir sacando y sacando, siempre más y más…’ (Erwin Rohde)

Se podría pensar, siguiendo en parte el razonamiento de Rohde, que de los primigenios orígenes románicos de una ciudad, sin duda cosmopolita, como es Valladolid, apenas quede sino un melancólico recuerdo, que obligue a suponer al visitante caprichoso que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y nada más lejos de la realidad, si admitimos, razonadamente también, que de la vieja crisálida románica sobrevive, cuando menos, la mariposa original del mito. Tal cuestión, ya la debatía Cristóbal de Villalón, cuando en 1539, publicaba su obra Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente, poniendo en boca del personaje defensor de lo nuevo, unas certeras palabras, que vienen como anillo al dedo al tema a debatir en la presente entrada: Pues en la Architectura no han faltado varones en estos tiempos que se ayan señalado en edificios. ¿Qué Memphis o qué Pirámides se pueden comparar con el monasterio y colesio de San Pablo, aquí en Valladolid?. Y no le falta, obviamente, parte de razón, por mucho que el espíritu románico –y a la vez, por qué no, romántico también-, se adolezca de ello. Situada a escasos metros del Palacio de Pimentel –no hacen falta más referencias, pues todo el que pasa por allí, no tardará mucho en averiguar, observando su fachada, en qué habitación nació Felipe II, el día 21 de mayo de 1527 y en qué templo fue bautizado-, la iglesia de San Pablo fue levantada entre los siglos XV y XVI, junto al convento de los Dominicos, del siglo XIII, que sería definitivamente demolido tras la Desamortización de Mendizábal, construyéndose, en su lugar, el actual Colegio de San Gregorio. De la espectacularidad, tanto de la iglesia como del colegio anexo –que actualmente, alberga el interesante Museo Nacional de Escultura-, caben destacar, tanto por la exuberancia como por la interesante mezcolanza de antiguos mitos, sus monumentales fachadas. Tanto es así, que con respecto a la fachada del colegio, mucho más directa, aún si cabe, con los antiguos tabúes, cabe la lícita idea de pensar si no hubo, al fin y al cabo, un acto de justicia poética ante los abusos ultra-ortodoxos de los denominados canes o perros de Dios. Sea como sea, y dejando aparte el maravilloso despliegue de geometría sagrada que, no obstante, evidencian sus planos herrerianos, donde la materia varía su forma con respecto a sus antecesores románicos y góticos, pero no sus elementos esenciales, definiendo plenamente lo que Ruskin consideraba como las siete lámparas de la Arquitectura (1), observamos cómo los canteros, siglos después de que la memoria de sus antecesores se confundiera con el polvo de los infinitos caminos que recorrieron, desplegando oficio, arte e ideal, continuaron la tradición, dejando en sus esculturas parte de esos guiños maliciosos que, por implícita heterodoxia, bien podrían ser considerados, metafóricamente hablando, por supuesto, como arte de Lucifer. También parece, sino evidente, al menos curioso, que no definitivo, que fuera de este contexto eminentemente escultórico, pocas o ninguna marca personal dejaron en los sillares de los nuevos templos, quizás porque los gremios en esa época estaban lo suficientemente asentados y definidos sus patrones, a la manera de las futuras empresas modernas –independientemente, de que siempre existan excepciones a la regla, fuera del ámbito del simple jornal-, como para no caer en la contabilidad de lo individual. Dejando, pues, aparte las grafías lapidarias, e introduciéndonos siquiera levemente en ese oneroso y a la vez complaciente universo espiritual de la portada sampablesca, llama la atención la relevancia que se le ha dado a dos figuras clave: Cristo y la Virgen. Mito Nuevo y Mito Antiguo, amparados en el débil lazo de una consanguineidad, que sin embargo, choca por su relativa desafección -¿qué tengo que ver yo contigo, mujer?, supuestas palabras de Cristo a su madre-, y una aún más específica revelación, que quizás nos ayuden a entender mejor el trasfondo central de la Coronación de la Virgen, sobre la que parece girar todo este entramado plateresco: vengo a destruir los trabajos de la hembra. En efecto, pieza central indiscutible, la Coronación de la Virgen, nos ofrece interesantes elementos para una hipotética interpretación, posiblemente en un intento interesado de reunificar dos corrientes antagónicas, cuya rivalidad resulta milenaria. El Padre y el Hijo coronan a la Madre, sí, pero si observamos con atención la escena, veremos que el elemento tradicional de ésta, el objeto de poder, la bola, se mantiene en la diestra del Padre, reafirmando su supremacía, relegando el principio femenino a un término secundario. No resulta extraño, por otra parte, encontrarse, a la vera de Éste, con la figura de uno de los principales promotores de la obra en su primera fase, y a la vez, uno de los más temibles inquisidores de la historia de España: Torquemada. Sí resulta significativo, no obstante, observar, en ambos extremos, como no podía ser de otra manera, a dos personajes que sustituyeron las grandes festividades precristianas basadas en los solsticios: los dos Juanes. Y de éste Jano desunificado, cabe destacar, naturalmente, esa figura de aspecto generalmente afeminado, que caracteriza siempre al Evangelista, cuya diestra, para terminar de rematar ese otro complemento gnóstico que casi siempre le acompaña, sostiene con fuerza la copa o grial, de la que surge la serpiente –dragón en ocasiones-, representativa de Sophia, la Sabiduría. Por debajo de ésta beatífica escena, y entre la numerosa representación formada por apóstoles, santos y santas, destaca, así mismo, otra controvertida figura: Santa Bárbara.

Santa Bárbara, figura de la que tradicionalmente nos acordamos cuando truena, es otra figura en cuyo trasfondo, como en el caso de la Virgen María, parece esconderse, convenientemente camuflada tras un tupido velo de estricta ortodoxia, una personalidad trascendental, bastante incómoda para la misoginia de la Iglesia: María Magdalena. ¿Qué se esconde detrás de ésta figura tan perversamente manipulada?. ¿Fue, realmente, la prostituta arrepentida de que nos hablan los Evangelios canónicos, o por el contrario, fue algo mucho más importante y peligroso para los intereses apostólico-romanos, de lo que se nos ha querido hacer creer?. Cuestión digna de un capítulo aparte, como iremos viendo más adelante, a María Magdalena o María de Magdala, independientemente de las representaciones tradicionales que nos la muestran con la cruz de penitente, el frasco de ungüento con el que, según se nos relata, ungió el cuerpo de Nuestro Señor y la calavera a sus pies –detalle éste, bastante relevante, como se verá también-, el objeto que en realidad siempre le ha correspondido, no es otro que la torre o fortaleza, que a la postre y bien entendido, define, tanto física como espiritualmente, su fascinante personalidad. Objeto, que fue posteriormente atribuido, como en otros muchos casos, a un personaje de dudosa veracidad histórica, como es la referida Santa Bárbara. Aquí, aparece representada con la torre en su mano izquierda, una pala en su mano derecha y una nao o carabela sobre su cabeza, probablemente aludiendo a la leyenda Plus Ultra o Más Allá, que comenzaría a figurar en los escudos reales, a partir del Descubrimiento del Nuevo Mundo.

En la parte superior de todo el conjunto, aunque por debajo del escudo real escoltado por dos soberbios leones y un águila, una escultura de la Virgen con Niño en brazos, aparece, flanqueada a ambos lados, por los que bien pudieran ser representaciones de los otros dos benefactores del templo, aparte del mencionado Torquemada: Fray Alonso de Burgos, confesor de la reina Isabel la Católica y obispo de Palencia y el Cardenal García de Loaysa, confesor del rey Carlos V y presidente del Consejo de Indias. En esta portada, trabajó también un Maestro conocido, Simón de Colonia, que participó, entre otras, en la catedral de Burgos.


La portada del Colegio de San Gregorio

Netamente de índole cabalística, la visión de un Árbol de la Vida tan monumental como el que exhibe la portada del Colegio de San Gregorio, no deja de llamar la atención, sobre todo, si comparativamente hablando, observamos en esa referencia hebráica, la proliferación de un simbolismo que, si bien maquillado convenientemente, no deja de remitir a influencias consideradas netamente como de origen pagano. La extrañeza se acentúa, mucho más aún si cabe, si consideramos que sus artífices o benefactores fueron, precisamente, los dominicos: aquéllos que hacían de la más estricta ortodoxia ley inquebrantable, y que llevaron a la hoguera a cientos de personas, y posiblemente, me quede corto, por no pecar de exagerado. Por encima del referido Arbor Vitae –plantado en una fuente con la base de forma hexagonal, coronado por el enorme escudo imperial que protegen el águila y los leones y por cuyas ramas, convertidas en metafórica escala de Jacob, ascienden, descienden y evolucionan multitud de putos o angelotes, que en los estilos renacentista, plateresco o barroco, vendrían a sustituir a aquéllos espíritus elementales de las antiguas religiones, que en el románico, por ejemplo, asomaban sus burlonas cabecitas entre medias de la floresta o vegetación-, notable, enmarcado en un tri-ángulo, un elemento tri-faz, de cuyas bocas surgen los zarcillos que también en las antiguas representaciones románicas caracterizaban a los denominados hombres-verdes, nos vuelve a remitir a la Antigua Religión y a la figura primordial de la Triple Diosa Madre, alusión, que hacía que éstas figuras –obvio es el por qué, si lo comparamos con uno de los grandes misterios del Cristianismo-, fueran consideradas heréticas. También presente, la referencia al mito de Sansón –o quizás, a esa doma de los instintos salvajes que viven en la naturaleza humana-, apreciable en ambos laterales, aunque la imaginación del autor, juegue así mismo con la alquimia simbólica –solar y lunar-, al representar, respectivamente al león y el dragón o serpiente. Pero sin duda, entre los muchos detalles que se pueden apreciar –tantos, que daría para un pequeño ensayo-, no pueden dejar de ser percibidas, aquéllas soberanas referencias a los hombres-salvajes –utilizados en los escudos de algunos ayuntamientos, como el de Ayllón, en Segovia-, que en forma de atlantes, cariátides o columnas-estatua –en número de ocho, cuatro a cada lado del pórtico-, portan un rico simbolismo detrás, parte del cual se aprecia en los diferentes símbolos que adornan sus escudos y que hacen referencia a la abismal antigüedad de unos linajes, unas gestas y una historia, cuya riqueza, en gran parte, está aún por descubrir.

(1) Las siete lámparas de la Arquitectura, de Ruskin: Sacrificio, Verdad, Poder, Belleza, Vida, Memoria y Obediencia.

martes, 13 de octubre de 2015

Marcas y graffitis en la catedral de Oviedo


‘Quien va a Santiago y no al Salvador, visita al siervo pero olvida al Señor…’

Dejándolo aparte, pero no sin previamente reconocer la importante deuda histórica que la peregrinación a Santiago tiene con Oviedo y su monumental catedral, dedicada a la figura del Salvador –relegadas ambas a un segundo plano, por un calculado interés político, económico y social avalado por el afianzamiento de las fronteras, cuyas consecuencias más inmediatas, fueron la variación del destino y de las rutas originales, aquellas, que para evitar el peligro del moro, pasaban por los lugares más escabrosos, geográficamente hablando, de Álava y de Asturias-, no deja de ser un hecho cierto, también, que una parte considerable de esos paradigmas que han acompañado siempre a la aventura humana, dejaron buenas influencias, sin duda, en un lugar tan legendario y espectacular. Es cierto, así mismo, que como todo o casi todo vestigio de nuestro rico, riquísimo pasado, la catedral de San Salvador se ha visto afectada por una importante cantidad de alteraciones, cuya pérdida, con toda seguridad, nos suponga, en más ocasiones de las que realmente nos gustaría, acudir por obligación a ese pobre recurso, que no deja de ser, después de todo, la especulación. Aun así, no obstante, el buen observador todavía puede constatar, que en el fondo, y como piezas descabaladas de lo que podríamos considerar una parte importante de ese inconsciente colectivo que tan oportunamente nos presentara C.G. Jung –sobre su persona, reconozco que me inclino eventualmente por la aseveración informal que hacía de él Enrique Eskenazi, al afirmar que no era tanto un psicólogo preocupado por temas de ocultismo, sino más bien un ocultista disfrazado de psicólogo-, en cuyos profundos estratos, la psique oculta el inapreciable –y generalmente inalcanzable- tesoro del Símbolo.

A tal respecto, cierto es, también, que no disponemos de un manual de instrucciones que nos vaya guiando y señalando, a cada paso de nuestro recorrido, las pautas que debemos seguir en cada momento, cada vez que en nuestros viajes nos tropezamos, de manera involuntaria o no, con cualquiera de sus expresiones. Tampoco existe un manual, que pueda afirmar categóricamente en qué lugar específico hay que mirar, aunque sí podría afirmarse que, al menos en cuanto a graffitis de peregrino se refiere, las portadas de acceso a los templos parecen constituir ese imaginario tablón de anuncios, en el que generalmente el peregrino dejaba constancia, no sólo de su paso por el lugar, sino también de la posible motivación espiritual o anímica, relacionada con el viaje que estaba realizando. Posiblemente, y basándonos en la persistencia de ciertos símbolos, tendríamos que dejar a un lado las consideraciones personales y pensar en la posibilidad de un lenguaje común. Un lenguaje codificado, se podría decir, que puede variar en el modus operandi, pero que se mantiene fiel en cuanto al objetivo a conseguir. Dentro de ese supuesto lenguaje, y por una repetitividad más que casual, hay ciertos símbolos que destacan del resto, y que, de alguna manera, parecen guardar, después de todo, una no menos estrecha relación: entre ellos, caben destacar la pata de oca y la cruz monxoi. Ambas, a su manera, no sólo se relacionan con la prueba del laberinto o el viaje iniciático que se está siguiendo –que en el fondo, se trata de eso-, sino que además, comparten el objetivo final de éste: el encuentro con Sophia. O lo que es lo mismo, dicho sin el suplemento gnóstico, con la Sabiduría. Al menos, en su sentido alegórico.

Como alegórico puede ser, también, hablar de marcas de reconocimiento, sea del tipo que sea la naturaleza del que podría considerarse como jugador: gremio, asociación, cofradía o buscador solitario. Presente, así mismo, hay otra marca que parece original, de época y que resulta fácilmente de localizar en numerosos templos románicos: la a mayúscula o el compás, asociado, cuando menos, a la mayoría de los gremios canteros medievales y en ocasiones, si nos referimos al ámbito de la pintura en los retablos, sustitutiva de la Tau en la figura de San Antón, como podrá constatar todo aquel que se pase un día por la iglesia de San Martín, en Artaiz, Navarra. Junto a ésta, y evidentemente manipulada, figuran no sólo cruces aspadas tipo esvástica, sino lo que bien podría considerarse como un esquema geométrico, a los que eran muy dados los canteros, puesto que también utilizaban la piedra como soporte de planos: un rectángulo de cuyo centro aproximado parte una línea recta, que podría señalar la planta del recinto en cuestión. A la línea central, se la han añadido más líneas verticales, hasta conformar algo similar a la pata de oca.