El Sello de Salomón de la catedral de León
Posiblemente
la historia y relevancia de una ciudad como León hubiera cambiado, si en el año
1168, el rey Fernando II no hubiera decretado un desvío en la Ruta Jacobea
original, obligando a los peregrinos a pasar por uno de los cenobios más
significativos e importantes del románico peninsular: San Isidoro. El cenobio
de San Isidoro de León –cuyo hospital fue denominado, en los siglos XIV y XV,
como de San Froilán (curioso fundador de monasterios, cuya tradición hace
acompañar, como portador del Conocimiento,
al lobo que se comió a su asno)-, siendo atendido por canónigos y
canónigas regulares de San Agustín, todavía conserva, prácticamente intacto, el
denominado Panteón de los Reyes, la
brillantez de cuyas pinturas, hacen que se considere, con todo merecimiento,
como la Capilla Sixtina del románico
español. Pero antes de acceder a San Isidoro, con su inconmensurable riqueza
arquetípica –al menos la que resta, donde impresiona y atrae a la especulación,
entre otros detalles, obviamente, el fantástico Zodíaco labrado en su portada principal-, visitantes y peregrinos
tenían ocasión de visitar otra fuente de belleza y sabiduría monumental: la Pulchra Leonina; es decir, la catedral
dedicada a la figura de Santa María. Si, como hemos dicho, San Isidoro de León
es un complejo entramado de arquetipos, la catedral, metafóricamente hablando,
podría considerarse como una fábrica de elementos oníricos, a microcósmica
escala, donde aquéllos brotan como la espuma de las olas en multitud de
detalles. Uno de tales detalles, situado, por lo general, lejos de los
magnéticos focos de atención que atraen generalmente todas las miradas –como serían,
las portadas o esas irrepetibles vidrieras originales-, estaría situado por
encima del magnífico mandala-rosetón
que se aprecia en la portada sur. Allí, culminando ésta leonina genialidad, que
como se sabe, tuvo varias fases de construcción en diferentes periodos, un
ornamento volátil constituye el eje principal de un diseño, prácticamente
novedoso y cuya observación pasa poco menos que desapercibida, que muestra uno
de los principales símbolos de la religión judía: el Sello de Salomón. En efecto, sirviendo los ángulos de los dos
triángulos superpuestos –la consumación de los opuestos, la unión del Cielo y
la Tierra, o todo el simbolismo que acompaña a las consideraciones sobre los
triángulos de Filón de Alejandría- como base para un diseño floricular, el anónimo cantero no sólo
consiguió que éste semejara una flor desplegándose hacia el cielo –tal vez, un
lirio o una rosa, ambos vinculados con la figura mariana de Nuestra Señora-, sino que, además, supo camuflar, con genial maestría, otro de
los símbolos más antiguos y representativos de dicha religión: el candelabro de
siete brazos, también conocido como Menorah,
cuyo principal exponente se encontraba en Jerusalén, en el Templo de Salomón,
junto con otros grandes tesoros, cuando menos hasta el año 70 d. C., momento en
el que las legiones romanas sofocaron la rebelión judía, destruyendo buena
parte de la ciudad, así como el Templo, llevándose todo su contenido como botín
a Roma. En esta ciudad, todavía se conserva un grabado de dicho saqueo con la
imagen de la Menorah sustraída del
Templo de Salomón, en el llamado Arco de Tito.
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