Cuando el Arte nos recuerda la genialidad de los maestros canteros


Aquél que fuera no sólo su prior, sino también un gran erudito y como tal, sospechoso de herejía para la retrógrada Inquisición, el padre José de Sigüenza, asociaba el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, no precisamente con esa maravilla de la Antigüedad definitivamente perdida, que fuera el famoso Templo de Salomón –en cuyas ruinosas caballerizas, sostiene la tradición que los primeros caballeros templarios emprendieron misteriosas excavaciones en busca de unos objetos, el Santo Grial y el Arca de la Alianza, por los que el más católico de los reyes, Felipe II, hubiera dado hasta la última gota de su sangre-, sino con aquél otro objeto, no menos misterioso y también de proporciones perfectas, puesto que, como las Tablas de la Ley, las medidas fueron proporcionadas igualmente por Dios, el cual, descrito con todo detalle en el Génesis, ha pasado a la posteridad con el nombre de Arca de Noé. La idea se basaba, naturalmente, también en un sentido de preservación: el de un arte, pretendidamente ortodoxo y por lo tanto, supuestamente católico, que en los tiempos de este monarca corría el peligro de desaparecer en las hogueras levantadas por los reformistas –para otros, iconoclastas-, entre los que cabría destacar las figuras de Lutero, Calvino y Zwinglio que, dicho sea de paso, contribuyeron en gran medida a amargarle los últimos días de su vida a un rey del que se dice, se comenta, se rumorea que expiró sin dejar de mirar aquél supuesto ojo de Dios, que figura en la maravillosa obra de El Bosco –pintor por el que Felipe II sentía una predilección especial-,  llamada La mesa de los pecados capitales, que, colocada a petición propia frente a su lecho de muerte, está expuesta hoy en día en el Museo del Prado de Madrid.

Tal vez no fuera precisamente ese el propósito que animaba en la mente y en los corazones de los maestros canteros que levantaron las grandes catedrales, antes, durante y después del reinado de Felipe II, pero no cabe duda de que en la actualidad, perdido gran parte de su primigenio y original estado de gracia, constituyen precisamente eso: verdaderas arcas depositarias de auténticas colecciones de Arte, no obstante conservando los autores, en una excesiva y deprimente mayoría de los casos, un anonimato que invita, sin embargo, en algunos casos, a inmiscuirse y ejercer el derecho a especular. No especulaba Unamuno, ni mucho menos, cuando llamaba la atención sobre el misterio que ejercía, tal cual y al menos sobre él, una de las catedrales más singulares y a la vez, difíciles de analizar en su conjunto, sobre todo para el profano; aquélla que, atacado su corazón por esa piedra singular, constituida de la misma materia berroqueña o sanguina, quizás, que la flecha del ángel que atravesó metafóricamente el místico órgano vital de Santa Teresa: la de San Salvador de Ávila. Dejando aparte, pues, los numerosos enigmas históricos añadidos a lo que es en sí la presente y fascinante catedral avulense, inicialmente atribuida a un oscuro arquitecto de origen franco y nombre Fruchel –bueno será recordar, que el excelente cenotafio de los Santos Mártires que se puede admirar en la vecina basílica de San Vicente, también se le atribuye a él o a alguien de su escuela o taller-, el amante del Arte en general, no dejará de admirarse con la asombrosa colección que se custodia en varias de sus salas, donde no faltan exquisiteces como la Magdalena de Claudio Coello, la Santa Ana Trina de Sansón Florentino, los Ecce Homo de Luis de Morales y Francisco de Llanos –este último, copia de Leonardo da Vinci-, el Calvario de Pedro de Salamanca –bastante activo en Ávila y provincia, del que existen numerosas reseñas en la vecina Arévalo-, o algunas atribuciones a las denominadas Escuelas de Ribera, de Rafael, de Murillo y de Tiziano, artista éste que, por cierto, junto con El Bosco, acaparaba la predilección de Felipe II. 

Pero la mayoría de las obras, sobre todo aquellas que, en principio por su elegancia y vistosidad conforman parte de esa grandiosidad flamenca, cuyos maestros dominaron el arte del retablo durante los siglos XV y XVI, siendo España un importante mercado son, por desgracia y en su práctica totalidad, completamente anónimos. De entre ellos, cabe destacar un hermoso óleo sobre tabla, del siglo XV que, intitulado Construcción del templo, se le atribuye –lo cual, viene a dejarnos prácticamente como estábamos-, al denominado Maestro de Ávila. Un Maestro evidentemente activo en la provincia y que, posiblemente emulando ese aire de misterio y anonimato que solía caracterizar también a los argonautas de la piedra, nos describe, y a la vez nos ofrece una lección práctica, con profusión de detalles que hay que ir examinando cuidadosamente, la goecia o los ritos que acompañaban la siempre sagrada misión de elevar un templo: la consagración del lugar, que generalmente tenía relación con la onomástica del santo titular, la utilización de los diferentes elementos –la maza, el compás, la plomada-, la orientación y la forma en cruz de la planta. Pero aquí, si observamos precisamente esa planta y la forma de esa cruz, tendremos que hacernos, necesariamente, una pregunta trascendental: ¿la forma de Ank, Cruz Ansata o Cruz egipcia de la Vida obedece a una intencionalidad determinada o simplemente no hemos de buscar ningún misterio, pensando que se trata de una casualidad que obedece a una sencilla cuestión de perspectiva?.


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