Bajo el símbolo de la serpiente: canteros de Moreruela



‘Estos signos han desafiado hasta el momento cualquier intento encaminado a descifrar su significado; lo más que poseemos sobre ellos son hipótesis, vagas teorías, suposiciones y presentimientos. Porque dichas marcas son, en un sentido amplio, la firma que los gremios de constructores pusieron a todas las obras realizadas por ellos según el arte sagrado transmitido mediante la tradición. Decir más es ejercitar el placer de la especulación’. (1)

El placer de la especulación. Leer estas palabras a través de la sabia pluma de un querido amigo y maestro, como es Rafael Alarcón Herrera, no deja de ser, para un espíritu libre, toda una grata invitación a poner de manifiesto, con absoluta libertad y sin prejuicios, el derecho personal que tenemos a inmiscuirnos en ese universo de sensaciones que nos envuelve y atrapa cuando nos encontramos frente a algo que sabemos de antemano que nos supera, pero al que nos enfrentamos con esa valentía suicida que, aún a riesgo de hacer el ridículo, nos alienta a continuar en nuestros esfuerzos, inquietos como nos encontramos frente a unas explicaciones oficiales que se nos antojan decididamente cortas e insuficientes. Cuando uno se enfrenta al gran enigma epigráfico que subyace en un lugar como este monasterio de Santa María de Moreruela, sabe de antemano que el viejo tópico de que eran marcas que se ponían, única y exclusivamente con el fin de que el cantero pudiera cobrar su jornal en función del número de sillares colocados,  no es, sino, una excusa demasiado simple para no reconocer abiertamente la poca dedicación que se ha dedicado al tema y el grado de ignorancia que existe a todos los niveles. Cierto que hay estudios, más o menos competentes y clasificaciones dignas de tener en consideración. Pero unos y otros, tienden a alejarse de la verdadera naturaleza de la cuestión, desviando la atención hacia los gremios en general, su naturaleza y composición, alejándose de la espinosa, por no decir ingrata cuestión de apuntar directamente hacia la diana del símbolo. ¿Qué significa ese símbolo en particular y por qué era utilizado por un gremio en cuestión?. ¿Por qué cada gremio tenía su símbolo en particular y qué sabiduría hermética se escondía detrás de él?. ¿Podría ser, por ejemplo, la síntesis de la especialización de cada gremio, aquélla que determinaba que ese y no otro gremio, es el que estaba capacitado para levantar una parte determinada del edificio?. Quizás sea aquí donde comience el gran enigma.
Se considera este monasterio de Santa María de Moreruela, como el primero o uno de los primeros que levantó el Císter en tierra hispana, estimándose sus antecedentes, a finales del siglo XI y principios del siglo XII. Se levanta, en un valle fértil en esa parte del reino perdido de Asturias que, según Julio Llamazares (2) y literariamente hablando, es la provincia de Zamora, y dista de la capital, unos quince kilómetros, aproximadamente. Zamora, la ciudad dos veces arrasada por los árabes y una ciudad donde el románico se difundió con tanta vehemencia, que se necesitarían días para poder visitar con holgada perspectiva todas y cada una de las iglesias románicas que, con mayor o menor entereza, aún mantienen enhiestos sus cimientos, provocando, en no pocos casos, la admiración del visitante. De hecho, perdida en el resto de la Península y también, al parecer, en Francia, donde tuvo su origen, es la maravillosa forma de su cabecera, destacando sus cinco pequeños ábsides, cuya contemplación, constituye, ya de por sí, una auténtica delicia. Que la tristemente famosa Desamortización de Mendizábal supuso un golpe mortal para el destino de esta maravilla del Arte Sacro, nadie lo pone en duda. Como tampoco se pone en duda la desfachatez y la desidia con la que posteriormente se dejó perder un lugar, cuya conservación, a mi modo de ver, hubiera significado, cuando menos, la gratificación de ser considerada como una de las maravillas de Occidente. Y aún así, llegar a Moreruela, caminar por sus ruinas y dejarse llevar por los susurros de su rico y misterioso pasado, es una aventura difícil de olvidar. Llama la atención, tanto por su vistosidad como por el hecho de que su presencia no deje de ser toda una señal de que el invierno está llegando a su fin, la singularidad con la que las cigüeñas han levantado sus nidos en los lugares más inverosímiles, exceptuando su ancestral costumbre de anidar sobre espadañas y campanarios.  De una forma simbólica, cualquier extraño que pasee entre los muros derruidos del monasterio y no tarde en dejarse llevar por la magia simpática que conlleva la visión de las numerosas y estilizadas marcas que los canteros dejaron grabadas para una posteridad que ha perdido la facultad de sentir el lenguaje de los símbolos, puede llegar a la conclusión de que estas aves benéficas permanecen vigilantes y al acecho, quizás nerviosas –sobre todo cuando entrechocan sus picos, provocando ese sonido familiar de cruce de palos, por denominarlo de alguna manera, que todavía pervive en las danzas tradicionales de algunos pueblos españoles- de que las serpientes que moran en el recuerdo, puedan liberarse de su prisión de la piedra y levantar la cabeza, proclamando una antigua herejía. Es una metáfora literaria, desde luego, pero junto con las formas serpentinas más o menos estilizadas que uno se va encontrando, no faltan tampoco marcas con cabezas de ave grabadas en la piedra –otro lugar donde aparecen dichas cabezas de ave, es en el también monasterio cisterciense de Veruela, en Vera de Moncayo, en una de cuyas celdas, el gran poeta Gustavo Adolfo Bécquer escribió sus famosas Cartas-, que le hacen recordar el antagonismo presente entre dos criaturas de naturaleza bien diferenciada: aérea y terrestre. Unas, detentadoras de secretos celestiales y otras, por el contrario, custodias de secretos terrenales.



No deja de ser curioso, por otra parte, que la forma más estilizada de serpiente, aquélla parecida al caduceo de Hermes, se localice en lugares bien definidos y de importancia capital dentro del conjunto arquitectónico: las enormes basas que sustentaban las colosales columnas sobre las que se apoyaba el entramado de la techumbre de la nave del edificio.  También en las basas, se localiza otra forma que hace referencia a otro tipo de ave bien conocido en la mayoría de construcciones románicas que jalonan el Camino de Santiago (3): la pata de oca. En ocasiones, también se observa dicho símbolo formando parte de una cruz, señalando su influencia, o la influencia del gremio, hacia los cuatro puntos cardinales, como si de una forma velada, el cantero nos estuviera diciendo que su trabajo itinerante, se desarrolla o se ha desarrollado a lo largo y ancho del país. A partir de este punto, y de lo significativo o no que nos parezca este detalle, es en los muros laterales que todavía se mantienen en pie, donde las marcas se suceden en número portentoso. Pero a pesar de su rareza, en algunos casos, no poseen, generalmente, la calidad gráfica desplegada en la serpiente-caduceo anteriormente mencionada. Sí semejan, en numerosos casos, forma de báculo o de serpiente enroscada, que varían de forma notable, en el sentido de que algunas están provistas de lengua bífida; a otras se les ha añadido un pequeño travesaño cerca de la punta, para semejar la forma de una cruz, y aún están aquéllas en las que varía el número de espirales. Cabe suponer, como hipótesis, que dentro del gremio, digamos serpentil, para entendernos, que trabajó en esta parte del monasterio, pudo quedar de esta manera establecido, el trabajo que desarrolló el Magister Muri o jefe del gremio y el que desarrollaron los albañiles y aprendices que conformaban su cuadrilla.
Junto con estas marcas serpentiformes, cuya presencia también se detecta en la cabecera de la iglesia, se constatan otro tipo diferente de marcas. Unas, que semejan antenas brotando de una cruz tau invertida y otras, mucho más curiosas, que recuerdan, a pesar de su forma crucífera, los antiguos epigramas mesopotámicos. Es en este punto, en lo más alto del transepto, donde uno se pregunta, qué relación tuvieron con el monasterio las órdenes militares, puesto que allí, pintadas, se reconocen, al menos, la cruz que distinguía a dos de ellas: la de Montesa y la del Temple.
Intrigante resulta, por otra parte, recorrer los espacios exteriores del monasterio, y encontrase con tres cruces patadas sólidamente grabadas en los sillares y una de ellas, la central, de unas proporciones considerables.  Se localizan éstas, lo cuál aumenta aún más si cabe, la intriga, muy cerca de un sepulcro excavado en la pared, en cuya parte frontal, profundamente grabada en uno de los sillares, sorprende la visión de una extraña marca, con forma de broche o de doble hacha. ¿Nos encontramos, quizás, frente al sepulcro de un caballero templario?. ¿Tal vez un caballero de cierta relevancia dentro de la Orden?. ¿Incluso, el sepulcro de uno de los maestros canteros que trabajó para ellos?. Pudiera ser. La cuestión, ya que el tipo de cruz paté no parece ajena a las estelas funerarias encontradas en el monasterio, sería poder observar la lauda que cubría el sepulcro para intentar averiguar algo más. Pero me temo, que esto resulta ya imposible y que esa lauda hace tiempo que desapareció.
Las marcas se suceden en los sillares de todos y cada uno de los pequeños absidiolos de la cabera. Y también, los motivos solares en los capiteles. Pero un detalle curioso, es aquél que se localiza en el primero de los absidiolos, el de la izquierda. Allí donde, posiblemente el Magister Muri o uno de los Magister Muri dejó diseñado un plano del edificio.
Esto son sólo parte de las impresiones que puede experimentar cualquiera que un buen día decida darse una vuelta por tan extraordinario lugar. Y sin embargo, mentiría si dijera que, después de todo, visitar Moreruela me hizo más sabio. Estoy seguro de que no, pero creo que sí me hizo menos indiferente a los retos que plantea y abierto a la gran cantidad de posibilidades que sugiere.
Por último, y de momento, sólo me resta agradecer al guarda su maravillosa disposición y su inesperada amabilidad cuando, al preguntarle por las marcas de cantería –que para eso, hace algunos meses, Ana Manzano Peral, amiga y autora del excelente blog Iconos Medievales, tuvo a bien enviarme una buena selección de ellas- me sacó un par de hojas de papel en las que alguien había tenido la brillante idea –me recordó la iniciativa de Cristina, nieta de la persona que tiene la llave de la fantástica iglesia de Santa Marina, en Vallespinoso de Aguilar, Palencia- de recopilar con paciencia y buen hacer. Todavía me sorprendo ante la inmensa cantidad de marcas constatadas. Si hay algún lugar que se pueda considerar como una panacea en cuanto a marcas de cantería se refiere, este es, qué duda cabe, el monasterio de Santa María de Moreruela.


 
(1)    Rafael Alarcón Herrera: ‘El enigma de los signos lapidarios’, Revista Año Cero, Año III, Nº11, Noviembre de 1992, páginas 64 a 69.
(2)    Julio Llamazares: ‘Las rosas de piedra’, Santillana Ediciones Generales, S.L., 2008.
(3) No olvidemos, que este monasterio de Santa María de Moreruela se localiza también dentro de la ruta jacobea conocida como Camino o Vía de la Plata

Comentarios

  1. Qué placer leerte, Juan Carlos! Con tus palabras he visitado nuevamente La Moreruela, ahora con un guía muy especial con respecto a las marcas de cantero. Te pido que sigas especulando, por favor. El resultado es absolutamente delicioso.

    Tengo la impresión de que volverás a la zona....

    Un abrazo. Mil gracias por compartir.

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  2. Gracias a ti, Ana, por tu amable comentario. Me alegro si esta entrada te ha traído gratos recuerdos y posiblemente, como dices, tu impresión se cumpla. Moreruela es uno de esos lugares de los que uno se va, probablemente con la sensación de que en algún otro momento, tenga que volver. Es tan atrayente y tanto el misterio y la sabiduría que encierran esas venerables ruinas, que difícil sería no hacerlo. Para serte sincero, me impresionó soberanamente. Y además, el lugar es espléndido para relajarse, meditar y quién sabe, quizás encontrar alguna respuesta que, después de todo, el viento nunca se llevó. Un abrazo

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