Marcas y graffiti de peregrino en la iglesia visigoda de San Pedro de la Nave



No deja de ser una gran verdad, que cuando se contempla uno de los pocos templos de origen visigodo que permanecen todavía en pie en cualquier lugar de la Península, se siente algo muy especial. Sobre todo, si el templo en cuestión, a pesar de no encontrarse en su ubicación original, continúa, no obstante, integrado en uno de los múltiples caminos jacobeos que, siguiendo una ancestral tradición, dirige al peregrino siempre hacia el Oeste, hacia el Ocaso, hacia ese misterioso Finis Terrae en el que, alegóricamente hablando, se sumerge el sol cada atardecer para, una vez revitalizado, volver a renacer al día siguiente, según antiguas crencias. Tal es el caso de este templo de San Pedro de la Nave, poco menos que milagrosamente salvado de perecer bajo las aguas, y enclavado actualmente en el pueblo de El Campillo, aproximadamente a dos kilómetros más allá, como digo, de su enclave original, que lo situaba en la orilla opuesta del río Esla.
Como parte de las escalas de ese juego mítico de la Oca, alegóricamente hablando, el templo de San Pedro de la Nave es lugar de paso obligado para todos aquellos peregrinos que deciden encaminarse a Compostela, afrontando las diferentes vicisitudes y etapas del denominado Camino Portugués, Ruta o Vía de la Plata, de las señales de cuyo paso, el arcaico templo es inalterable y silencioso testigo.
Aparentemente -y utilizo a propósito esta palabra, valorando en serio la posibilidad de que los arquitectos godos jugaran al juego sacro de las apariencias cuando diseñaban sus lugares de oración, fueran éstas tildadas o no, de herejía arrianista- y observado desde el exterior, su planta y dimensiones no inducen, en absoluto, a imaginarse la monumental basílica, cuya visión se ofrece de puertas hacia dentro. Y es que, amparados en los silencios profundos y en los claroscuros, que hacen incluso mucho más íntimo, misterioso y personal el contacto con el recinto sagrado y por defecto, con la Divinidad, el cojunto formado por arcos, basas, cimacios, cruceros, cubículos, hastiales, presbiterio, capiteles o frisos conforma un mecano pétreo armónico, proporcionado y a la vez equilibrado, que se eleva hacia un infinito calculado geométricamente desde una planta con forma de cruz griega. Recursos y efectos, que independientemente del grado o nivel de conocimientos técnicos del observador, juegan con las percepciones de éste, liberando ignotos resortes anímicos, que posteriormente pueden conllevar una acción física. Si tomamos esto en consideración -se trata, tan sólo, de una sugerencia- puede que lleguemos a pensar en la posibilidad de que quizás estos efectos, que pueden llegar a inducir experiencias -si no en todos, al menos sí en determinados casos- que rozan con la más pura de las místicas, constituyan, de alguna manera, esa liberación de un sentimiento interior determinado, que transmitido a través de un impulso eléctrico desde el cerebro, anime la mano del peregrino que se vale de un objeto punzante -no importa cuál, ni de qué características- para herir la arenisca de los sillares, dejando, bajo la apariencia de una marca por completo ajena al templo, algo más que un simple testimonio de su paso por allí.
 

Veraz puede ser, por otra parte, la presunción de que la gran mayoría de estos graffiti -llamados, precisamente así, de peregrino- responde a una sencilla y egocéntrica demostración de fe: mediante la acción de grabar una simple cruz, el peregrino deja testimonio de sus convicciones religiosas, a la par de una señal de su paso por el lugar, y continúa su camino. Posiblemente, en el siguiente templo repita la misma acción, como una especie de vía crucis particular con el que va sumando etapas. La cuestión, contemplada desde esta perspectiva, no tendría mayor relevancia, desde luego, si no fuera porque, a través de lo que, a priori parecen unas simples marcas, puede advertirse, también, una cierta evolución, una denostada complicidad, que sugieren intenciones y significados más profundos, y hasta podría decirse, que partidistas.
Precisamente partiendo de la cruz -y este templo de San Pedro de la Nave, no es ninguna excepción- se van añadiendo elementos, que demuestran esa intencionalidad y que, en algunos casos, desvirtúan así mismo las marcas originales que los canteros labraron en los sillares. De tal forma, que con esta alteración, lejos de enriquecerse el posible mensaje original, se desvirtúa y altera un rastro que podría haber sido complementado con la observación de marcas en templos similares.
Se dá el caso, incluso, en que se desvirtúan también los propios graffitis y a la simple cruz, pongamos por ejemplo, que un peregrino grabó, otro peregrino, con sus añadidos posteriores, altera la idea original, mostrando un falso mensaje. Suele darse, con bastante frecuencia, en dos tipos de graffiti, que suelen ser bastante fáciles de localizar en la gran mayoría de templos, no siendo una condición imprescindibles que estos se localicen, precisamente, en rutas peregrinas.
El primer caso podría ser aquél que a una cruz simple, pongamos griega, por tener los cuatro brazos iguales, se le añaden muescas en cada uno de los extremos, simulando cada brazo la conocida marca de la pata de oca. Cierto es que ésta marca, original y atribuíble al anónimo cantero, no siempre es un graffiti, y por citar un caso cercano, se puede añadir que es perfectamente localizable en las basas sobre las que un día se sustentaban las columnas que soportaban el peso de la nave del monasterio de Santa María de Moreruela.
El segundo caso detectable, muy frecuente también, como digo, es el mismo caso que el anterior: partiendo de una cruz simple, a sus brazos se le añaden aspas, de tal forma que simula una cruz patada, de tal manera, que en la intencionalidad de esos trazos, se nutre, aún más, la ya de por sí complicada labor de averigüar si el lugar tuvo en el pasado alguna relación con los templarios que, independientemente de su presencia en numerosos lugares del Camino -generalizando éste en las diferentes rutas que lo conforman- se super relativiza el aura de su leyenda, bastante afectada ya de por sí.
Otra posible relación, dado que también es un graffiti muy frecuente, lo constituye aquél en el que a la cruz se le añade una base, generalmente en forma de triángulo, que la convierte en una cruz mucho más simbólica aún: la de tipo monxoi.
Menos frecuente, quizás, y que también se localiza grabada en algún sillar de esta iglesia de San Pedro de la Nave, es aquella en la que, habiéndosele añadido ciertos ángulos, conforma una estrella de cinco puntas alargada, simulando el concepto de hombre universal que, aunque popularizara Leonardo Da Vinci en el Renacimiento, resulta un concepto para nada desconocido en el medievo, siendo la mejor prueba de lo que digo, la representación que se localiza en la portada de la iglesia de Nª Sª de la Asunción, en la población navarra de Leache.
Hay aquí, en San Pedro de la Nave, una pequeña inscripción, en letras latinas, en las que se lee el nombre de ALVARUS. Original o no, conforma otro de los enigmas anónimos del lugar. Un lugar en el que, si ya de por sí, contiene numerosos enigmas históricos, estos añadidos, que en el fondo, constituyen también un auténtico enigma antropológico, no le van a la zaga.


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