Canteros de Portomarín


Afirma una ancestral creencia oriental, que vivimos en Maya; es decir, en el Mundo de la Ilusión. Un mundo, evidentemente alejado del Espíritu, donde nada es lo que parece, y sin embargo, ilusión y realidad se conjuran en determinadas ocasiones y circunstancias, es probable que para hacernos recordar esa cualidad latente en todo ser humano, la cual parece que estamos perdiendo con las quimeras vanguardistas de un mundo cada día más tecnológico, donde todo parece avocado a anularnos la capacidad de pensar: la capacidad, también, de sorprendernos. Si hay un camino, donde se pone a prueba nuestra capacidad de percepción y donde se activa, sea por necesidad, nuestro instinto, ese es, sin duda, el Camino de las Estrellas. O si se prefiere, el Camino de Santiago. Poco importa cuál sea la ruta o el itinerario elegido, porque la sorpresa, el acicate de la maravilla y la amargura de la ignorancia, nos esperan, como los tres fantasmas navideños del inolvidable cuento de Charles Dickens, en el rincón más insospechado; detrás de la curva más cerrada o al final, incluso, de la recta más infinita.
Portomarín, al fin y al cabo, es un espejismo. Quien opta por al antiguo camino -aquí se podría citar una parte magistral de ese itinerario, como antiguamente se recitaba de memoria la lista de los reyes godos: Pedrafita, O Cebreiro, Liñares, Hospital da Condesa, Padornelo, Triacastela, Samos, Sarria, Barbadelo, Portomarín- lo sabe perfectamente. Sorprende y a la vez maravilla, sí, de eso no cabe duda; pero la historia de sus principales monumentos -el más evidente y extraordinario de todos, aparte del puente levantado en 1120 por Pedro Peregrino (curioso nombre para un cantero del Camino), lo tenemos aquí, en la iglesia de San Nicolau o de San Xoán- ha sido deliberadamente alterada. Se alteró a mediados de los años cincuenta del pasado siglo XX, cuando la fiebre de los embalses, en esos cruciales años de posguerra, anegó itinerarios, revivió las viejas leyendas -quien haya leído algo del lago de Sanabria o del lago de Carucedo, sabe de qué hablo- de ciudades y pueblos sumergidos, condenando al silencio y al olvido a una parte importante de ese rico patrimonio histórico-cultural por el que la sociedad de aquéllos tiempos no daba un duro, pero que significó riqueza para el ávido especulador -me abstengo de mencionar razas- y nobleza adquirida a golpe de talonario para el american friend, que algunos años después optó también por el suelo español, a cambio de una berlanguesca calderilla, denominada Plan Marshall. Qué cuento, diría Calleja. ¿Y toda una parrafada, para decir que este magnífico templo no está emplazado actualmente en su lugar original?. Pues sí. Sólo por eso y porque, cuando uno comienza a encontrarse ciertos detalles, no puede por menos de preguntarse -el equilibrio de la desconfianza- si esas venerables piedras, trasladadas una por una de su lugar original, fueron recoladas tal y como estaban, o en algunos casos, cuando el ingeniero no miraba, los operarios aprovecharon el ínclito y en su afán de acelerar el día de paga extra -seguramente tan justificado en aquéllos tiempos, como hoy lo es tener trabajo- recurrieron al tajo y al destajo, y juntando los sillares como si fueran los colores del cubo de Rubick -en este caso, cambiemos color por marcas de cantero-, contribuyeron a conformar algo tan inaudito, como es encontrar una señal tan inequívoca de magisterio, como es el báculo, apiñado sobre un lugar muy concreto de ese lateral sur, cuya portada, espectacular donde las haya, algunas fuentes atribuyen a ese pecador narcisista o Santo dos Croques, que fue el Maestro Mateo; o cuando menos, a esa excelente escuela que, a juzgar por la calidad desplegada en otros lugares aparte de Compostela -que me sigan dejando soñar con la Puerta del Paraíso de la catedral de Orense-, aprendió sus lecciones con una vitalidad que da gusto.
Resulta evidente, todo hay que decirlo, que el báculo, como señal de cantería, es relativamente fácil de encontrar en los sillares de muchos templos de la época. Pero encontrarlo en tales cantidades, es algo que, sinceramente, me supera. Ver toda esa cantidad de báculos grabados en los sillares de un espacio relativamente determinado de un muro, es algo que no se encuentra todos los días. Diríase -suponiendo que con éstos, se haya respetado su lugar original- y que me perdonen por la ironía, justamente achacable al desconcierto, que si aplicamos aquí la creencia de que dichas marcas servían como garante contable para el cobro del jornal, aquí el cantero -¿el propio magister murii?- debía tener problemas para llegar a fin de mes y se aplicó a destajo.
Por otra parte, y como se verá en una próxima entrada, algunas de estas marcas, así como algunas de las marcas que todavía se pueden localizar en el interior de la catedral de Santiago de Compostela, guardan cierta familiaridad con aquéllas otras que todavía se localizan, por docenas, en lugares foráneos a las fronteras de Galicia, inmersos en la vieja y ancha Castilla, como sería el caso de la provincia de Zamora. Puede, entonces, que exista una relación. Una relación que, aunque no nos defina la identidad de los canteros y en la gran mayoría de los casos el significado de su firma, al menos, nos sugieren la probabilidad de poder determinar en parte sus movimientos y quizás, de paso, nos vayan definiendo ese estado espiritual tan particular que plasmaron en la piedra mientras hacían camino.

 
Con ojo crítico, pero maravillado.

Comentarios

  1. Hola Juancar! ¡Qué bonito Portomarín! Y su iglesia, creo que te hable de ella, incluso, a mí su forma me llamó la atención, la imaginaba como hospital de peregrinos, al margen del río, justo después de cruzar el puente medieval que tampoco está en su lugar. Una entrada fantástica que me ha traído muy buenos recuerdos, por cierto, ni por asomo distinguí las marcas de cantería, ahora, la arpía y el arpío de la puerta no se me escaparon. Besotes.

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  2. Hola, bruja. Es verdad que comentamos sobre el tema del traslado de la iglesia y el puente. En realidad, Portomarín fue una de las principales encomiendas sanjuanistas de Galicia, y ésta iglesia de San Nicolau o de San Xoán, tiene simbolismo para dar y tomar. Aquí sólo he pretendido poner de manifiesto esas marcas e incidir en que una de ellas, el báculo, se localice tantas veces en un espacio relativamente pequeño. Pero es cierto que con cualquiera de las tres portadas (sin contar los canecillos), tiene uno suficiente simbolismo como para escribir un libro. Me alegra que te traiga buenos recuerdos, ya que yo también disfruté paseando por esas venerables calles, aún a sabiendas de que los lugares habían variado de su emplazamiento original con el paso de los años. Un abrazo

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